sábado, 27 de mayo de 2017

EL JAZZ SEGÚN: JEAN PAUL SARTE


La fotografía que se empeñan en remendar con ese actual Sartre sin cigarrillo no es Sartre, como tampoco hoy sería quien es de no haber existido el jazz. El pasado 21 de junio propició la celebración del centenario de Jean-Paul Sartre (París, 1905-1980), el escindido ensayista y filósofo del existencialismo combativo. 

Sin la representación de la libertad e imaginación que el autor de La Náusea supo captar en las entrañas del jazz norteamericano jamás hubiera llegado a proponer la revisión humanista que traía consigo aquella sentencia que rezaba “hacer, y al nacer hacerse, y no ser más que lo que él se ha hecho”. 

Como el hombre, también el jazz que escuchó Sartre “sobre el terreno” era una pasión inútil, violenta, dolorosa, pero por ello auténtica, cercana, y también bella. El texto que sigue fue publicado en el número 0 (verano de 1990) y en él se aprecia con claridad por qué este humorado “maître à penser” sentía también en el jazz esa nostalgia por las cosas bien hechas que le hacían olvidar el absurdo vital y otorgaban esperanza al estrabismo de su existencia extraviada.



La música de jazz es como los plátanos que se comen al momento. Dios sabe los discos que hay en Francia y los imitadores melancólicos, pero es justamente un pretexto para verter lágrimas en buena compañía. He descubierto el jazz en América, como todo el mundo. 

Algunos países tienen diversiones nacionales y otros no las tienen. Hay diversión nacional cuando el público impone un silencio riguroso durante la primera mitad de la representación y empieza a vociferar y a saltar durante la segunda mitad. Si se acepta esta definición, no existe en Francia diversión nacional, excepto en las subastas. 

Tampoco existe en Italia, excepto en los robos: le dejan operar al ladrón en medio de un silencio atento (primera mitad) y después se protesta y se grita “¡al ladrón!”, mientras que él se escapa (segunda mitad). En Bélgica, por el contrario tienen las luchas de gallos; en Alemania, el vampirismo, y en España, las corridas.


EN FRANCIA, LOS JAZZISTAS SON HOMBRES GUAPOS, CON CAMISAS FLOTANTES Y PAÑUELO AL CUELLO. SI ALGUIEN SE ABURRE DE ESCUCHARLES, SE LES PUEDE OBSERVAR Y TOMAR NOTA DE SU ELEGANCIA



Yo me he dado cuenta en Nueva York de que el jazz es una diversión nacional. En París sirve para bailar; pero es un error; los americanos no bailan al ritmo del jazz; tienen para ese efecto una música más particular, que sirve para celebraciones y bodas, y que ellos llaman “Music by Muzak”. 

Se abren los grifos en los apartamentos, y suena el Muzak mientras se flirtea, se llora, se baila. Se cierran los grifos y se acabó la música del Muzak. Los comunicantes y los amantes se acuestan. En el Nick’s Bar de Nueva York se divierten nacional mente. Es decir, se sientan en una sala repleta de humo, junto a los marineros, malabaristas, maleantes y damas de la sociedad. Mesas y apartados Nadie habla. Los marineros van de cuatro en cuatro. Miran con odio legítimo a los chulos que sí sientan en apartados con su pareja. Ellos también desearían pareja, pero no la tienen. Beben, son hombres duros; ellas son duras también; beben y no hablan nada. Nadie habla, nadie se mueve; el jazz suena desde las diez hasta las tres de la madrugada. En Francia, los jazzistas son hombres guapos, con camisas flotantes y pañuelo al cuello.  
Si alguien se aburre de escucharles, se les puede observar y tomar nota de su elegancia. En el Nick's Bar aconsejan no mirarles; son igualmente feos que los ejecutantes de una orquesta sinfónica. Rostros huesudos con bigotes, llevan americana y cuello semiduro (al menos, durante el principio de la velada) y tienen la mirada dura. Los músculos abollan las mangas de sus camisas.

Están tocando. Se les escucha. Nadie sueña. Chopin hace soñar o también André Claveau. Pero no el jazz del Nick’s Bar. Fascina y no se piensa más  que en él. No existe el menor consuelo. Si acaso sois cornudos, os marcháis como estabais, sin ternura alguna. No hay forma de coger la mano de vuestra vecina o compañera y de hacerla comprender con un guiño que la música puede traducir un estado de ánimo. Es seca, violenta, sin piedad. No es alegre, no es triste, pero sí inhumana. Todo ello se parece a los gritos crueles de las aves de presa. Los intérpretes empiezan a sudar uno después del otro. Primeramente el trompetista; luego, el pianista, y el trombonista, seguidamente. El contrabajo parece estar moliendo algo. No hay lenguaje de amor, no hay consuelo. Todo es apresurado, como las gentes que van a tomar el Metro o que almuerzan en un restaurante automático. Tampoco es el cántico secular de los esclavos negros. Ni tampoco el sueño triste de los “yanquees”. Nada de esto: un intérprete fuerte y grueso soplando su trombón, un pianista implacable, un contrabajista que rasca sus cuerdas sin escuchar a los demás. Se dirigen con esta música al sentimiento más elevado del oyente, al más seco, al más libre, al que no quiere ni melodía ni ritornello, sino la explosión atronadora del momento. El oyente se siente como reclamado por ellos. No se siente balanceado. Es como una peonza en movimiento que gira..., y el ritmo nace.

Si el oyente es joven, ese ritmo le agita y le hace saltar con más y más fuerza, y el que está a vuestro lado también; es como una ronda infernal. El trombonista se cansa, vosotros también, como el trompetista, y de repente notáis algo que ocurre en el escenario; los músicos ya no tienen el mismo aspecto, se comunican esa prisa, un aire maniático, parece que están buscando alguna cosa. 

Alguna cosa como el placer sexual, y el oyente también busca algo y empieza a gritar, ¡hay que gritar!, la orquesta se convierte en una peonza inmensa. Si os paráis, la peonza se para también. Gritáis; ellos siguen rascando, soplando; están  poseídos, y seguís gritando como una mujer que va a dar a luz. El trompetista toca al pianista y le transmite su posesión como en la época de Mesmer y sus baldes. Seguís chillando, y toda una masa de gente chilla; ya no se oye el jazz, pero sobre un estrado se ven gentes que sudan, y sentimos el deseo de girar sobre nosotros mismos, gritar a la muerte y golpear el rostro de nuestra compañera.

Y de repente, el jazz se para, el toro recibe su estocada, el gallo más viejo se ha muerto. Todo ha concluido, Y sin daros cuenta habéis bebido vuestro whisky mientras gritabais sin daros cuenta de ello. Un camarero impasible lo sustituye por otro. Os quedáis asombrados, os agitáis y decís a vuestra vecina de mesa: “¡No está mal!” Ella no os contesta, y empieza todo de nuevo. No os dedicaréis al amor esta noche, no os tendréis lástima y ni siquiera habréis llegado a emborrachamos; estaréis imbuidos por un frenesí, por ese crescendo convulsivo que se parece al ansia rabiosa e inútil del placer. 

Saldréis de allí un poco gastados, un poco ebrios, pero con una especie de calma apaciguada, como después de un gran desgaste nervioso. El jazz es la diversión nacional de los Estados Unidos.


Intro: Enrique Turpín
Fuente: CDJ Nro 89 - Pág.:42 / 43
Julio / Agosto de 2005



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